Boquerón/Cositas Así Songtext - Fiel A La Vega

Boquerón/Cositas Así - Fiel A La Vega

Una cena de Nochebuena suele ser un acontecimiento
esperpéntico en una ciudad como ésta. Existe un acuerdo
tácito, según el cual, ningún miembro del clan se podrá
permitir el lujo de recordar el resto del año ninguna
de las cosas que acontecieron esa noche.

Las familias se ven obligadas, desde el más viejo hasta
los críos, a enterrar en el olvido las manifestaciones
vergonzosas, el ridículo la verdad mal asimilada, la
gula... En fin, el despropósito al que hayan podido
asistir. Sólo cuenta una cosa: fue otro año más y
seguimos juntos. "Olvida o enloquecerás", es lo que
todos piensan. Y así, año tras año, transcurren las
Navidades en la ciudad de N.

Sin embargo, en ocasiones acontecen cosas a las que
ni siquiera la memoria más entrenada podría escapar.
Es el caso de la cena que nos ocupa. La de una familia
cualquiera de clase acomodada en la ciudad de N la
noche del 24 de diciembre de 2001. Durante la velada,
en aquel lugar se cometió un asesinato. Y en él estuvieron implicados, principalmente, una anciana con demencia
senil, su nieto de 15 años, una gala televisiva y un
poco de crema de marisco.

Al principio, todo transcurrió con relativa normalidad,
como cada año. En torno a una mesa redonda, se sentaban
los miembros adultos del clan. Cantidades ingentes de
comida y bebida poblaban la mesa, repartidas en fuentes
de plata, porcelana oriental y copas talladas en cristal
de Bohemia.

La anciana, que era la mayor del clan, se llevaba a los
labios una copa vacía que alguien había tenido la precaución
de no llenarle. En su regazo ocultaba su bolso abierto. Y
en él iba vertiendo cucharadas soperas de crema de marisco.
De vez en cuando, se llevaba alguna a la boca y la crema se derramaba invariablemente por la comisura de sus labios.
El resto de comensales, prácticamente, no le prestaban
atención a la vieja.

Enzarzados en conversaciones cruzadas que fluctuaban
entre la política y el chismorreo puro, unos metros más
allá, el chico de 15 años era incapaz de apartar la
vista de su abuela, por más que lo intentaba. Él se
sentaba en otra mesa, más pequeña, rodeado de primos y hermanos, todos menores que él. En ésta, sólo había refrescos y una
botella de sidra achampanada y la comida, se asemejaba más
a la de una fiesta de cumpleaños para pre-púberes que a
una pre-para cena de Nochebuena. El adolescente se debatía
entre la ira y el asco. Él ya era mayor y no tenía por
qué estar sentado en ésa mesa de niñatos. Su lugar, pensaba,
estaba en la mesa grande, donde se comía de verdad y se
bebía vino y cava.

El año anterior había fantaseado con la idea de que esta
vez se sentaría en la mesa grande, ocupando el puesto
que habría dejado libre su más que octogenaria abuela,
pero la muy puta seguía viva y verla comer no le provocaba
más que náuseas. ¿Por qué tenía ella que estar en el lugar
que le correspondía a él por derecho propio?. ¿No había
vivido ya suficiente la vieja?. Estaba demente, no era
feliz y además tenía que morir cualquier día de estos.
¿Por qué no había podido hacerlo antes de la Navidad?.
Por supuesto, todos estos pensamientos estaban llamados
a ser olvidados al término de la noche, hasta el año
próximo. Tal y como mandaba la
silenciosa tradición en la ciudad de N.

En ese momento ocurrió lo que nadie podía prever. En la
televisión, que cada año permanecía encendida durante
toda la noche, una pareja de humoristas se travestían
y hablaban a gritos en su interpretación de los más
estrambóticos gags. Se trataba de un programa especial
de Navidad. El adolescente se levantó y, sin mediar
palabra, se dirigió hacia su abuela y le propinó un
puñetazo en la boca con todas las fuerzas de las que
fue capaz. La vieja se desplomó en su silla y quedó
tendida en el suelo, de espaldas, sangrando por las
encías y gimoteando en un tono a duras penas audible.

Todos se callaron de golpe, incrédulos, y no supieron
reaccionar hasta que una mujer se percató que del bolso
de la anciana, que había salido disparado, manaba una
buena cantidad de crema de marisco que se extendía
formando riachuelos sobre el parqué. Entonces, la
mujer chilló, y el caos reinó en aquella casa...

En la televisión habían comenzado las actuaciones
musicales. Una niña de unos 12 años interpretaba en
playback una canción de moda, ataviada con un top
que apenas no cubría sus minúsculos senos y unos
vaqueros muy ajustados. El adolescente, que se había
excitado al descargar su cólera sobre la abuela, clavó
sus ojos en la pantalla del televisor y sintió cómo
la sangre se le agolpaba de pronto más allá de sus
ingles. La vieja continuaba en el suelo, haciendo
denodados esfuerzos por erguirse... Los demás miembros
del clan se movían nerviosos por el comedor, llevándose
las manos a la cabeza, agobiados, pensando cómo harían
esta vez para olvidar todo.

Por eso, nadie trató de detener al chico cuando se subió
de un salto a la mesa, se bajó la bragueta y exhibió
un polla tiesa y macerada que comenzó a menear sin
apartar la vista de la niña vestida como una furcia
que cantaba en televisión. Con la mano derecha, el
adolescente se la machacaba furiosamente, mientras
con la izquierda se acariciaba los cojones, prietos
como los puños de una madre. En cuestión de segundos
se derramó violentamente y su semilla fue a parar a
la boca de la vieja, que escupía como podía entre
arcadas y sollozos una extraña mezcla de sangre,
semen y crema de marisco.

"Virgen Santísima!, ¿qué está ocurriendo aquí?", gritó
una voz. "Osama se sonrojaría...", apuntó otra.
"¡Ñam... ñam...!", se río una tercera. "¿Alguien
quiere un poco más de cava?", dijo una más.

Sin que pudiera explicar muy bien cómo o por qué,
de repente la locura pareció adueñarse de los presentes. Especialmente de los miembros masculinos del clan.
Comenzaron a bailar al ritmo de la canción de la
niña puta, ejecutando los movimientos simiescos,
como si fueran monos, rascándose las axilas. Algunas
mujeres siguieron a sus maridos, otras se atiborraban
con la comida que no se había tocado. Los niños más
pequeños lloraban. La vieja no fue inmune al extraño
baile y acabó sus días pisoteada por un montón de
orangutanes que le machacaron todos los huesos entre
risas, estertores y jadeos, olvidándose algunos de
que aquella mujer les había cambiado los pañales.

Pero había que olvidar. Por encima de todo, sabían
que iba a ser necesario olvidar. Y dado que el clan
familiar se encontraba allí reunido al completo, cabía
esperar que nadie preguntara jamás qué le había
ocurrido a la pobre anciana. Así que continuaron
todos emborrachándose, bailando y cantando juntos.

Y nosotros, que pretendíamos plantarle cara al mundo,
ahora sabíamos que formamos parte de él, como las pulgas
forman parte del perro sarnoso. Los que asistimos
atónitos al espectáculo de aquellos que primero dan
de comer y luego matan de hambre. Los que no creímos
en la guerra pero tampoco en el paraíso y que sin
embargo guerreamos cada noche y suspiramos contra
el paraíso. Nosotros, digo, nos sentimos apenados
por todos ellos y también cantamos juntos.

Y así nos dieron las uvas...
así, nos dieron las balas


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